Un mundo desolado

Las zonas semi áridas o áridas ocupan casi la mitad del planeta y las tres cuartas partes del territorio de la Argentina. Conocer en detalle estos ecosistemas es uno de los objetivos de ECODES, un grupo de investigación de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales especializado en estas comunidades.

23 de febrero de 2010

Los desiertos suelen asociarse con desolación, con esa porción del planeta que no tiene la fortuna de lluvias abundantes ni de un clima acogedor. Unos pocos animales y plantas que resisten pese a todo resulta una imagen habitual de estos territorios que parecen ser una excepción en el mundo. El Sahara en el continente africano o Atacama en el vecino país de Chile son los referentes extremos, pero no los únicos. Contra lo que usualmente se piensa, estas áridas zonas son más extensas de lo que se supone y van en aumento dada la degradación que sufren los suelos por las actividades humanas y las variaciones climáticas.

“Aproximadamente un 40 por ciento de la superficie terrestre, que representa casi la mitad de la tierra, está clasificada como tierra seca. Una de cada tres personas del mundo habita en estas zonas, y la mitad de esta población vive en la pobreza”, indica la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación.

Una buena parte de la superficie firme del planeta resulta poco amigable, y nuestro país, Argentina, tampoco escapa a este marchito panorama. “Las tierras secas componen las tres cuartas partes del territorio de la Argentina, aunque el dato no se corresponde con la imagen más difundida de la pampa húmeda”, afirmó recientemente a la agencia oficial de noticias Elena Abraham, directora del Instituto Argentino de las Zonas Aridas (IADIZA), en la ciudad de Mendoza. Esta entidad junto con el Departamento de Ecología, Genética y Evolución de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires son las sedes de ECODES, un nucleo de investigación que estudia la ecología de las comunidades de desierto. Uno de sus directores, Javier López de Casenave, desde su laboratorio, en la porteña Ciudad Universitaria, coincide en desterrar un concepto equivocado: “Se suele tener la noción de que la Argentina posee recursos naturales a montones y esto se debe tomar con cautela. Gran parte del territorio tiene suelos áridos o semi-áridos, lo cual no quiere decir que sean improductivos, pero tienen limitaciones”.

Un caso característico en la Argentina es el desierto del Monte. Se trata de una amplia faja que corre al este de la Cordillera de los Andes desde la Puna en el norte y se ensancha en la Patagonia para alcanzar el Océano Atlántico a la altura de Península Valdés. En total, esta vasta área ocupa más de 46 millones de hectáreas, casi el triple de la superficie de la provincia de Córdoba. En forma diagonal y a lo largo de dos mil kilómetros se extiende este territorio que, a pesar de sus dimensiones y de expandirse por sitios tan dispares, presenta características similares.

“El clima del Monte es de semiárido a árido, con una media anual de precipitación inferior a 350 milímetros”, precisan en el texto “Ecología y manejo de los algarrobales de la Provincia Fitogeográfica del Monte” los investigadores Pablo Villagra, Mariano Cony, Nancy Mantován, Bertilde Rossi, Margarita González Loyarte, Ricardo Villalba y Luis Marone. El aspecto a lo largo de los numerosos kilómetros cuadrados también es muy homogéneo. “La fisonomía del Monte es relativamente simple: una estepa de arbustos en la que aparecen bosques abiertos de poca extensión localizados en áreas con provisión continua de agua”, detallan desde ECODES, a la vez que indican que este desierto cálido y seco muestra “una característica notable” y es que “a pesar de su gran extensión latitudinal, las temperaturas promedio solo varían entre 13,4° y 17,5°C”.

No siempre fue tan templado, al menos en la parte de Mendoza. “Durante la última glaciación, 20 mil años atrás, el clima fue mucho más frío, con dominio de estepa de gramíneas que podrían haber sido similares a las actuales de la Patagonia”, precisó Villagra del Departamento de Dendrocronología e Historia Ambiental del Instituto Argentino de Nivología, Glaciología y Ciencias Ambientales (IANIGLA). En este sentido, plantea otro ejemplo más cercano en el tiempo la doctora Rosa Compagnucci, del Departamento de Ciencias de la Atmósfera de la FCEyN e investigadora del CONICET: “En los períodos fríos como la “Pequeña Edad de Hielo” (entre el siglo XV y el siglo XIX) la Pampa Húmeda era mucho más seca, casi semi desértica, tal vez por eso la campaña de Roca se llamó la Campaña al Desierto”.

Reserva de Ñacuñán

En medio de este amplio desierto del Monte, a 200 kilómetros de la ciudad de Mendoza, se ubica la Reserva de Ñacuñán, epicentro de las investigaciones de ECODES. “El área –historian– estuvo poblada por indígenas nómades cazadores y recolectores de frutos (presumiblemente araucanos o mapuches) hasta que fueron desalojados después de la conquista del desierto. El campo, tierra fiscal desde tiempos coloniales, fue rematado y pasó a manos privadas en 1907. A partir de entonces y hasta 1937 se produjo una deforestación intensiva”. La instalación del ferrocarril en la zona permitió el traslado de estos productos, que tuvo como uno de sus usos principales proveer carbón de leña para producir gas de alumbrado para la capital mendocina. Se calcula que en pocos años se arrasó con 200 mil toneladas de vegetación.

“Una vez que desapareció el bosque, el campo fue destinado a la explotación ganadera –a veces en manos privadas, otras en manos de la provincia– hasta que, en 1961, se creó por ley provincial la Reserva Forestal de Ñacuñán”, agregan desde ECODES. Diez años después se logró alambrar el terreno y liberar las tierras del pastoreo. “Durante los años subsiguientes se recuperó la cobertura herbácea y actualmente la superficie de la reserva contrasta con los campos privados que la circundan donde sigue desarrollándose ganadería extensiva de bovinos para cría. En 1986, luego de siete años de gestiones, la reserva se incorporó oficialmente al programa MAB de la UNESCO, convirtiéndose así en la Reserva del Hombre y de la Biósfera de Ñacuñán”, subrayan.

“Aguilucho perdido”, significa en idioma mapuche Ñacuñán, nombre del pueblo hoy de 20 viviendas con unos ochenta habitantes, que se ubica dentro de esta Reserva de unas 12.800 hectáreas. Hacia allá se dirigen permanentemente los investigadores de ECODES con numerosas preguntas a cuestas.

“¿Por qué no hay más plantas que las que hay? ¿Qué determina que, en un determinado ambiente, haya una cierta cantidad de plantas? Parece evidente que en un desierto no hay más plantas debido a la rigurosidad del clima, en especial a la escasez de agua. Sin embargo, hay muchos grupos de plantas que poseen adaptaciones para sobrellevar las condiciones de un ambiente árido, en especial si éste es relativamente “benigno”, como el de la porción central del desierto del Monte, en Mendoza. Pero entonces, ¿qué limita la abundancia de esas plantas adaptadas?”, plantea el equipo de Exactas, dirigido por el doctor López de Casenave.

La batería de interrogantes prosigue: “¿Se trata de un control desde abajo hacia arriba, es decir, desde el ambiente hacia las plantas, como el que determinan la disponibilidad de agua y de nutrientes? ¿O es más bien un control desde arriba hacia abajo o sea, de los animales que se alimentan de las semillas? A diferencia de lo que pasa en los desiertos del Hemisferio Norte, en el desierto del Monte las aves son importantes consumidoras de semillas y podrían tener un efecto importante sobre las poblaciones de plantas si su consumo hiciera que quedaran pocas semillas disponibles para germinar”.

¿Son las aves las responsables, entonces? “Debido a las características propias de los sistemas ecológicos, la mejor forma de responder a esta pregunta es abordarla desde varios ángulos diferentes y dándole especial importancia a la historia natural de cada uno de los componentes involucrados”, sostienen.

De cierto y falso

El desierto engaña y suele pensarse a este ambiente como un ecosistema relativamente simple porque muestra un menor número de especies en relación con otros, como la selva. “Si bien en los desiertos hay menos biodiversidad, esto no quiere decir que las adaptaciones no sean complejas e interesantes. ¿Un ejemplo? Las plantas desarrollaron espinas y éstas hacen que pierdan poca agua por evaporación. En los animales ocurre algo similar. La mayor parte de los organismos son nocturnos, viven enterrados, pasan casi todo el día bajo tierra y poseen riñones que les permiten concentrar la orina y perder poca agua”, relata el investigador Fernando Milesi.

Sin ocultar una gran fascinación por la naturaleza, y a la vez con muchos interrogantes por dilucidar, los biólogos de ECODES iniciaron sus estudios en 1993. Algunos de sus trabajos tiraron por tierra ciertos conceptos o, mejor dicho, los limitaron. “Estudios que se llevaron a cabo en América del Norte, Israel y Australia indicaban que las aves no eran importantes consumidoras de semillas en ambientes desérticos. Pero nosotros mostramos que en el desierto del Monte mendocino, las aves tienen un consumo importante”, aporta López de Casenave, profesor adjunto e investigador independiente del CONICET.

Suele decirse a una persona que se lleva pocos bocados de alimento a su boca que “come como un pajarito”. Poco de cierto tiene esta frase en la naturaleza. “El ave come todo el tiempo. Hay un pico de actividad temprano a la mañana y luego a la tarde, pero siempre que puede se alimenta”, coinciden López de Casenave y Milesi.

¿Cómo saber qué comen las aves? Para dilucidar su dieta existen varios caminos posibles y todos llevan a registrar qué portan estos animales en su tracto digestivo. “Una forma usual que nosotros no utilizamos es matar a los pájaros para luego abrirlos y estudiarlos. Optamos por otros métodos que permiten obtener muy buena información, sin que le cueste la vida a nuestro objeto de estudio”, describen. ¿En qué consisten? “Por el pico del ave se mete una cánula que le llega hasta el estómago, y luego con una jeringa le introducimos agua a temperatura ambiente. Después de unos segundos, el ave defeca todo su contenido digestivo y ésa es la muestra a analizar. A veces se induce la regurgitación con agua”, detallan.

Pero antes de llevar adelante la toma de muestras, el equipo tiene mucho trabajo que realizar pues deben colocar estratégicamente redes para atrapar a las aves. Es así que con varios días de anticipación, el grupo –que se alberga en una casa en el interior de la reserva– abre una picada de unos 12 metros de largo en un sector sin vegetación. Allí instalarán los palos e hilos para tensar una de las mallas. “El día del muestreo vamos temprano y desenrollamos las redes –llamadas de niebla, porque son difíciles de ver para las aves–, y de ese modo las capturamos. En principio, nos retiramos del lugar para evitar espantarlas, pero en verano debemos volver muy seguido para revisar el sitio dado que hace 46ºC a 48ºC de calor, y los pájaros, al estar enredados, se agitan, se estresan y pueden morir”, relatan.

En Ñacuñán, tras observaciones rigurosamente planificadas, muestreos intensivos, experimentos de campo y de laboratorio sobre el consumo y la selección de semillas por parte de las aves, el equipo determinó que seis especies de la familia Emberizidae son las principales consumidoras, en especial de gramíneas. Así lo indica el 83 por ciento de las semillas encontradas en los tractos digestivos. “Descubrimos que efectivamente las aves granívoras en la porción central del desierto del Monte son selectivas y eficientes. No comen cualquier tipo de semilla, sino que consumen y prefieren especialmente a las de los pastos perennes, un componente importante de la vegetación del Monte tanto por su abundancia como porque es el que sostiene a la principal actividad de la región: la ganadería”, señalaron.

Estos pájaros degluten buena parte de las semillas y algo más. “Mientras que las aves frugívoras consumen la parte carnosa del fruto y dejan pasar las semillas, de modo que las eliminan por las heces y luego pueden germinar; en las aves granívoras las semillas son procesadas dentro del animal”, subrayan.

En otras palabras, la planta pierde la posibilidad de reproducirse una vez que estos animales picotean sus simientes. Y lo hacen en grandes proporciones. “Las aves reducen en más de un 50 por ciento la abundancia de semillas preferidas allí donde se alimentan. Sin embargo, esos efectos podrían no ser lo suficientemente fuertes como para controlar “desde arriba hacia abajo” la cobertura de pastos adultos en el ambiente, porque la producción de semillas es tan grande que aún un consumo proporcionalmente alto dejaría suficientes semillas en comparación con las pocas que llegan a germinar y establecerse en la primavera siguiente”, plantearon, al tiempo que agregaron: “Así, parece más probable que las bajas tasas de germinación y de establecimiento, determinadas por las condiciones ambientales rigurosas y la disponibilidad de sitios aptos, sean lo que pone una cota a la abundancia de plantas”.

De pájaros y hormigas

Más allá de lo que consumen de semillas estos pájaros, ¿en qué medida les afecta a ellos y a su descendencia esta alimentación? ¿Cómo son los territorios en dónde se mueven? ¿Están todo el año en el mismo sitio o sólo en algunas estaciones? Éstas son otras de las preguntas de este equipo. Para estudiarlas y responderlas, desde 2004, la becaria doctoral de la UBA, María Cecilia Sagario, sigue de cerca a las aves. “A los pájaros les colocamos un anillo con un número y otros aros de diferentes colores para identificar a la distancia a cada uno en el campo, dada su combinación única”, relata. En este aspecto, el doctor López de Casenave especifica que “las aves de desierto se suelen mover mucho. Una de sus adaptaciones es que tienen comportamientos nómades que les permiten seguir las lluvias y lo que producen los pastos. Si bien esto se observa en Australia, en nuestros desiertos no es tan extremo el nomadismo”.

Con la mirada puesta en cuatro especies –el chingolo, la monterita de collar, la monterita canela y el petitero chico–, Sagario no pierde detalle de sus comportamientos desde hace casi cinco años. “Algunas especies aparecen un año, y al siguiente, no están. O los individuos no son los mismos que habían venido antes. En cambio, hay otros animales que están desde 2004 en los mismos diez metros cuadrados de territorio. Son los dos extremos”, compara.

Por su parte, María del Mar Beaumont Fantozzi, becaria doctoral del CONICET, sigue de cerca a las hormigas que “en verano son las principales consumidoras de semillas, mientras que las aves lo son en invierno”, contrasta. En el trabajo de campo, se despliegan por el terreno platitos con semillas, distribuidos en cuadrículas, para que sean acarreadas por estos insectos. “Visitamos el área de estudio en distintos momentos del día puesto que algunas especies son diurnas y otras nocturnas. Hemos encontrado más de 30 especies que cargan semillas. La idea es tener el registro más completo de lo que sucede”, enfatiza.

Con diversas líneas de investigación que apuntan al conocimiento básico de este sistema desértico para saber cómo funciona y comprenderlo mejor, el grupo ECODES se reconoce como obsesivo: “Tomamos un tema con distintos interrogantes; volvemos a examinar una misma pregunta con nuevos datos, o la ponemos a prueba de vuelta, porque los fenómenos ecológicos son multicausales y pueden involucrar un montón de factores. Si las respuestas son congruentes, uno logra mayor plausibilidad para su hipótesis. Cuando se tiene consistencia en los resultados, aumenta la confianza de que lo que uno supone en realidad ocurre así”, concluye López de Casenave.

¿Y el desierto de la campaña?

La trístemente célebre Campaña del Desierto, impulsada por Adolfo Alsina y Julio Argentino Roca, refiere al avance militar sobre los pueblos originarios que cubrió el sur de la Llanura Pampeana y la actual provincia de Neuquén. Poco de esta zona es desértica. Entonces, ¿por qué se la conoce por Campaña del Desierto? Rosa Compagnucci, del departamento de Ciencias de la Atmósfera de Exactas propone una respuesta: “En los períodos fríos como la “Pequeña Edad de Hielo” (entre el siglo XV y el siglo XIX) la Pampa Húmeda era mucho más seca, casi semi desértica”.

Fuente: Revista Exactamente Nº 44

Cecilia Draghi