El “Alberts”, en persona

Con el fin de lanzar la quinta edición de Biología Molecular de la Célula, Bruce Alberts y otros autores de la obra, junto con otros investigadores comprometidos con la mejora en la enseñanza de la ciencia ofrecieron conferencias en la Facultad frente a numeroso público, a pesar de las vacaciones.

4 de marzo de 2008

Viernes 25 de enero. La Facultad de Exactas: un desierto. Pero a las 4 de la tarde el Aula Magna comenzó a poblarse de jóvenes estudiantes y becarios. ¿Qué evento los convocaba? Bruce Alberts, el primer autor del célebre “Biología Molecular de la Célula” (o “el Alberts”, como se lo conoce), estaba en Buenos Aires. Lo acompañaban Martin Raff, Peter Walter, Patricia Caldera, Alexander Johnson, Keith Roberts y Julian Lewis, algunos, coautores del libro, cuya quinta edición acababa de ser lanzada en la Antártida. Todos, comprometidos con la enseñanza de la ciencia.

El primero en hablar fue Keith Roberts, profesor emérito del Departamento de Biología Celular en el Centro John Innes en Norwich, Reino Unido, y reconocido especialista en biología de plantas. Ha sido uno de los fundadores de una red de docentes y científicos (TSN, por su sigla en inglés), que tiene la finalidad de mejorar la enseñanza de la ciencia en los colegios.

Roberts relató su experiencia en la TSN, que funciona en el condado de Norfolk desde 1994. Uno de los principales problemas que ha enfrentado la red es la falta de confianza de los docentes en sí mismos, y la percepción de carecer de conocimientos y formación para enseñar ciencia en forma eficaz. La red apunta a que los científicos puedan ayudar a las escuelas locales en ese sentido.

“Algo similar se había creado en San Francisco en 1987, entonces fui allí y me impresionó lo que habían realizado”, relató Roberts. Se refería al programa creado por Bruce Alberts, del cual se hablaría luego.

La TSN se propone conectar a los docentes secundarios con los investigadores. Su misión es alentar actividades que sean de beneficio mutuo para los científicos y para los docentes, según afirmó. Actualmente cuentan con 200 docentes en diferentes escuelas en el condado de Norfolk y 80 investigadores, además de otros miembros asociados.

A través de reuniones y talleres, ambos grupos entran en contacto entre sí. Los investigadores, por un lado, pueden conocer los problemas y necesidades de los docentes. Los docentes, por su parte, reciben información sobre contenidos y experimentos. También, reciben alguna clase magistral por parte de algún especialista en un tema particular.

Además, todos se mantienen en contacto a través de un boletín de noticias y del sitio Web. También cuentan con lo que se denomina kit club, un área que provee los materiales para realizar experimentos. Éstos son usados por los docentes y luego devueltos para que otros puedan utilizarlos. Cuentan con un total de 40 kits, cada uno diseñado para un tema particular del currículo, como magnetismo, fricción, fuerza, mircroorganismos, entre otros.

“Entrenamos a los docentes para que coloquen a los alumnos alrededor de una mesa tratando de resolver algún problema del mundo real”, dijo Roberts. Los investigadores, además de asesorar a los maestros, también pueden participar en la clase, mostrando algún instrumental de trabajo, o llevando muestras de algún tipo. Así, los chicos pueden estar en contacto con un científico “real”.

Pero ¿qué obtienen los científicos de esta red? “Un entendimiento de los procesos educativos y de los propósitos, y la oportunidad de involucrarse en ellos”, comentó Roberts.

“Nos centramos en los docentes porque es una manera de alcanzar, a través de ellos, a un número mucho mayor de personas”, concluyó Roberts.

Ciencia para todos

La doctora en química Patricia Caldera, nacida en México, pero establecida en los Estados Unidos hace más de veinte años, es la coordinadora académica del Science and Health Education Partnership, un programa de asistencia educacional entre la Universidad de California en San Francisco y el sistema de escuelas públicas de esa ciudad, un distrito con 53 mil alumnos, desde jardín hasta el último año de enseñanza media. El programa fue creado por Bruce Alberts, y en él los investigadores trabajan como voluntarios para asesorar a los docentes.

“La ciencia no es sólo para los científicos, sino para todos: los políticos, los periodistas, los abogados. Y no se trata de memorizar datos, sino de comprender cosas”, afirmó Caldera, que aclaró que en las 120 escuelas públicas de San Francisco hay una alta proporción de inmigrantes, sobre todo asiáticos y sudamericanos, y el 53% de los alumnos provienen de familias en situación de pobreza.

“Creemos que los estudiantes tienen que involucrarse en su propio aprendizaje”, señaló. A partir de preguntas, como qué tipo de semillas pueden plantarse en un suelo determinado, los alumnos tienen que plantarlas y observar qué sucede, para luego extraer conclusiones de esa experiencia.

Los maestros ganan confianza en la tarea de convertir una pregunta en una experiencia de aprendizaje. Pero, sin el apoyo de los investigadores, tal vez no habrían podido alcanzar los objetivos.

La investigadora cerró su exposición con algunos testimonios de docentes y alumnos acerca de la experiencia. Estos últimos cambian su mirada sobre lo que es la investigación. Ya no la ven como algo lejano e inaccesible. Los investigadores, por su parte, sienten que han aprendido mucho sobre enseñanza.

Compromiso con la educación

Bruce Alberts, casi con un pie en el avión, centró su charla en “la ciencia de educar en ciencia”. Este investigador, nacido en Chicago, fue presidente de la Academia de Ciencias de los Estados Unidos y ha impulsado una reforma profunda del sistema de la educación en ese país. En marzo asume su flamante cargo de editor en jefe de la revista Science.

“Necesitamos que los científicos presten mayor atención a la educación en ciencia”, recalcó, y agregó: “Nuestra ambición es que la gente se involucre seriamente en la ciencia. La racionalidad es muy importante en una sociedad democrática”.

Luego relató una actividad realizada con un grupo de chicos de jardín de infantes, a quienes se pidió que caminaran por el patio con soquetes blancos. El objetivo era que pudieran diferenciar lo que quedaba pegado en esas prendas: sólo suciedad, o semillas de plantas. Luego de observar esas manchas al microscopio, formularon hipótesis sobre cuáles eran unas y cuáles otras, y, por último, comprobaron sus teorías al ver si brotaba lo que habían plantado en maceteros.

“Los chicos tendían a pensar que las manchas de forma regular tenían que ser semillas”, dijo Alberts. Y resaltó la importancia de que los estudiantes puedan explorar el mundo y hacer sus propios descubrimientos.

Para el investigador, si los niños se forman con una actitud más racional, pueden llegar a ser mejores seres humanos. “Es peligroso para la democracia que la gente no entienda la ciencia”, sentenció. Para él, la docencia es una profesión muy importante, y consideró que la investigación en educación es central.

El investigador también se refirió al “diseño inteligente”, corriente de pensamiento que sostiene que el origen de la vida y del hombre es el resultado de acciones racionales emprendidas por un ser inteligente. “El gran problema es que mucha gente en los Estados Unidos no comprende lo que es la ciencia, y el diseño inteligente mezcla la ciencia con las ideas bíblicas, no se trata de conceptos científicos”.

Y prosiguió: “La posición de la Academia de Ciencias es que la ciencia y la religión deben mantenerse separadas, son dos formas de entender el mundo, pero ninguna puede interferir con la otra. Y los científicos no pueden formular juicios sobre la religión, porque esos juicios no pueden estar basados en la evidencia natural”.

Lo grave, para Alberts es que el tema del diseño inteligente no atañe sólo a la biología y la evolución. “Si alguien es capaz de negar las evidencias en las que se basa la teoría de la evolución, ¿por qué habría de aceptar la evidencia de que el cigarrillo es perjudicial para la salud? Los políticos, por ejemplo, podrían negar las evidencias en muy diversos temas. Por ello es tan importante que la religión y la ciencia se mantengan separadas”, recalcó el investigador.

“Lo importante es que la ciencia debe ser enseñada como indagación, no como memorización de definiciones y de datos”, resaltó.

Cerró su charla con unas palabras de Jacob Bronowski, un matemático británico, de origen polaco, tomadas de su obra “Ciencia y valores humanos”, escrita en 1956. La cita, en forma resumida, señala que al difundir la capacidad para hacer ciencia, se difunden también los valores de la ciencia y, en consecuencia, se difunde la promoción de la libertad de expresión y de los valores democráticos.

La cocina del libro

Julian Lewis, el último de los disertantes, un estudioso de los mecanismos que generan los patrones de diferenciación en el embrión de vertebrados, contó, con frescura y humor, el proceso de escritura del “Alberts”. “La historia comenzó con James Watson, que se dio cuenta de que era necesario contar con un nuevo libro de biología de las células eucariotas”.

Watson jugaba al tenis con el editor Gavin Borden que “no sólo fue valiente al financiar el libro, sino que también pensó que, para que fuera un buen libro, la escritura tendría que resultar divertida para los autores”.

Watson tuvo que reclutar un equipo de autores. Al principio, él había pensado en pedir artículos a especialistas en los distintos temas de la biología celular, y luego sólo sería necesario ajustar la puntuación y la ortografía.

“Pero estaba claro que eso no iba a funcionar”, subrayó Lewis. Cada uno de los autores posiblemente tendría dificultades para explicar los temas de manera clara, o entraría en demasiados detalles técnicos.

Lo que estaba claro es que el libro debería ser útil para los estudiantes. “Para ello, lo tendríamos que escribir nosotros mismos”, dijo, y resumió: “Cada uno de nosotros éramos ignorantes de otras áreas de especialidad. Pero teníamos que escribir sobre ellas, y para eso, tuvimos que sumergirnos en los temas. Teníamos que escribir la historia, y había que hacerlo de manera accesible, útil y vivaz para los estudiantes”.

Era todo un aprendizaje para los autores: hacer que la escritura fuera algo excitante, y producir un libro interesante.

Lewis comentó de qué manera los manuscritos eran corregidos una y otra vez. “Era peligroso dejar el texto en cualquier lado, porque Bruce lo tomaba y empezaba a hacer correcciones”, recordó. Y no dejó de destacar el gran esfuerzo que significó escribir el libro. De hecho, pasaron siete años hasta su primera edición, en 1983. Contaron con la ayuda de un equipo de editores que trabajaron el lenguaje para homogeneizar el estilo a lo largo de los capítulos escritos por diferentes autores. Y subrayó: “Lo importante es no tomar el libro con demasiado respeto”. Y animó a los estudiantes presentes en el Aula Magna a no tomarse demasiado en serio lo que encuentren en los libros. “Muchos de ustedes van a hacer sus propios descubrimientos y serán capaces de escribir su propia historia”, concluyó.

Fuente: El Cable Nro. 676

Susana Gallardo