La química en primera persona

Lo alejó de la Universidad y del país la Noche de los Bastones Largos. Más tarde, volvió a expulsarlo la intervención del rector Alberto Ottalagano. Pero volvió a la Facultad después de la democracia para reconstruir un Departamento de Química Inorgánica destruido por la dictadura y para crear el INQUIMAE. Hoy, después de 15 años, dejó la dirección del instituto y reflexiona sobre el cierre de ese ciclo.

25 de junio de 2008

Con la democracia de vuelta, en 1984, el decano interventor en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Gregorio Klimovsky, convocó a Roberto Fernández Prini para que asumiera como director del Departamento de Química Inorgánica, Analítica y Química Física. Formado en la época dorada de la Universidad, Fernández Prini tenía en su haber una gran experiencia en su disciplina y la suficiente entereza -que atribuye a sus antepasados maragatos- como para ponerse frente a un Departamento que, tal como ocurrió con el de Física, sufrió terriblemente el paso de la dictadura militar, quedando reducido prácticamente a la nada.

En pocos años, Fernández Prini consiguió darle nueva existencia al Departamento. Pero no sólo eso, sino que convocó con éxito a destacados investigadores, obtuvo recursos de importancia y creó el Instituto de Química de los Materiales, Medio Ambiente y Energía, INQUIMAE, en el año 1992. El mes pasado, después de más de 15 años al frente del Instituto, dejó su dirección, aunque seguirá vinculado con la investigación y la docencia, como asesor de la Comisión Nacional de Energía Atómica y como Profesor Emérito en Exactas. El destacado químico dialogó con el Cable sobre el cierre del ciclo y sobre la posibilidad de crear ciencia a partir de la nada.

– ¿Qué encontró en 1984, cuando volvió a hacerse cargo del Departamento?

– Todo esto que ves no existía. Había docencia con poca dedicación, por decirlo de alguna manera. No había nada, ni revistas. Los laboratorios estaban desolados, sucios, llenos de cachivaches y alguno tenía algún habitante bípedo. Estaba todo abandonado, por lo que al principio el objetivo era poner en marcha el Departamento, que existiera. Además, volver significó ponerme en contacto otra vez con la Facultad.

– ¿De qué manera comenzó a proyectar de nuevo la química, desde esa situación?

– Es como muchas cosas en este país: no hay un pensamiento lineal. Igualmente, no estoy seguro de que ese pensamiento sea bueno pero, particularmente en la Argentina, es algo muy difícil de realizar. Esta Facultad tiene tres departamentos de química y otro muy relacionado con ella, que es Industrias, de manera que no quiero que parezca que desde el Departamento de Química Inorgánica o desde el INQUIMAE se ordenó la química de la Facultad, porque no es cierto. La primera reacción fue tratar de contactar a algunos colegas que quisieran ayudar a la refundación de Departamento. Y eso se hizo con una imagen muy clásica: partimos de cierto tipo de especialidades, subdisciplinas dentro de la química que parecían seguir siendo vigentes, pero todavía no había un refrescado disciplinar como hubo a partir del Instituto.

– ¿Cuáles fueron los primeros pasos?

– Logramos la colaboración de gente buena, tanto de CNEA como de La Plata, a la que le debemos mucho. Luego empezó a venir la gente que repobló. Algunos hacían el doctorado en La Plata porque acá hacer el doctorado era impensable en nuestra disciplina para alguien que hiciese algo serio. Fue lento el avance y fue gracias a mucha gente que prestó colaboración y que se benefició en el mejor sentido, consiguiendo discípulos que comenzaron a trabajar acá. Empezó a venir gente que había ido al exterior a hacer un posdoc o que estaba trabajando en otra institución y decidió pedir un full time acá, como adjuntos, como jefes. Así se fueron cubriendo algunos cargos porque la gente que había quedado se fue retirando, afortunadamente, después de los concursos de verificación de 1982, con lo que se pudieron concursar cargos. Eso mejoró un poco la situación, claro que los concursos se hicieron soportando impugnaciones, problemas de todo tipo, cosas que todos acá conocemos y que en esta Facultad no son ninguna originalidad. Lo importante es que empezamos a meterle un poco de fuego a la parte científica y, al mismo tiempo, a la docente.

– ¿De qué manera convencía a los investigadores para que vinieran a hacer química a un lugar diezmado?

– Eso es un poco la relación personal o la confianza personal, como quieras llamarle, de que probablemente fuera una situación que pudiera evolucionar en un proyecto interesante y ellos se beneficiaran con un ambiente científico positivo. Incluso aquellos que estuvieron un tiempo y después volvieron a su lugar de origen, algún rédito han tenido, en el mejor sentido de la palabra, y ayudaron en un principio a arrancar la docencia como la entendíamos nosotros.

– ¿Cómo resolvían el problema de no contar con equipos apropiados?

– No teníamos ningún tipo de equipamiento, excepto algún equipo de infrarrojos que funcionaba mal, así que había que trabajar con lo que podía aportar cada uno de los científicos que yo contactaba y a los que pedía colaboración. Los subsidios eran todos penosamente pequeños, de manera que había que abastecerse con lo que había. Recuerdo que conseguimos un espectrofotómetro que no andaba más, prestado por la Comisión Nacional de Energía Atómica. De todas maneras, yo seguía golpeando puertas; lo hacía afuera porque sabía que en el país no existían fuentes de recursos.

– ¿La donación realizada por la GTZ de Alemania fue definitiva a la hora de crear el INQUIMAE?

– Absolutamente. Recuerdo que, en el 87, estaba en el Conicet trabajando y alguien pide hablar conmigo de una agencia alemana, la GTZ, que está dedicada a la cooperación técnica. Ya había tenido un contacto anterior y conversaron un rato conmigo. Cuando volví a la oficina traté de entusiasmar a los colegas, pero era difícil porque no parecía muy directa la posibilidad de conseguir fondos. En el 88 volvieron pero para hacer una evaluación presencial. Enviaron a un grupo de científicos de buen nivel a mirar qué pasaba acá y a hacer un informe. Ahí empezó a rodar la pelota un poco más en serio. En el 89, Silvia Braslavsky y Héctor Torres, que en ese momento era decano de la Facultad y estaba en Alemania ocasionalmente, tuvieron un acercamiento al Ministerio de Ciencia alemán que favoreció la relación y esto empezó a mover a los actores que estábamos acá, que constituimos una especie de consorcio informal de cinco grupos que estábamos haciendo algo en nuestra área y que sería la base del INQUIMAE. Había un grupo de termodinámica, que dirigía yo; uno de inorgánica, con Miguel Ángel Blesa; uno de analítica, bajo la dirección de Mabel Tudino; uno de fotoquímica, con Enrique San Román; y uno de electroquímica, con Dionisio Posadas, de La Plata. Y había mucha expectativa porque no había elementos, la gente no tenía plata para ir a los congresos…

– Y consiguieron la donación de los alemanes.

– El primer paso fue la firma del convenio, la aceptación de la donación, y los alemanes, como buenos alemanes, tenían toda una serie de protocolos para traer los equipos, saber adónde iban, con qué objeto se usarían. También, con una visión que yo aprecio mucho, insistieron que en que el nombre del instituto indicara cuestiones prácticas, en qué temas relevantes aportaría a la sociedad. Esto nos permitió lograr apoyos de grupos que estaban dedicados a estos tópicos, más actuales. El haberle dado un marco disciplinar un poco distinto se acerca más a lo que hoy es la química.

– ¿Esa etapa fue más fluida, con menos problemas?

– Para nada, fue terrible. Hubo que pelear contra distintas interferencias que trataron de frenarlo. Hay que pensar que estábamos trabajando en la Argentina después de una historia tremente vivida en los 70 y principios de los 80, y no era borrar todo y empezar de nuevo. Afortunadamente, la persistencia de alguno de nosotros llevó la cosa adelante y la colaboración de un gran número de gente que se fue nucleando alrededor nuestro. Al final, los alemanes nos decían, “¿ustedes nos pueden garantizar que cuando nosotros dejemos la plata y nos vayamos esto siga adelante?”. Ese fue un compromiso en el que me sentí muy apoyado por la gente que participaba, los investigadores.

– ¿Cuál era la base científica desde donde preparaban el INQUIMAE?

– Partimos de cosas parecidas a las que obtuvimos cuando nos formamos, en los años 60, pero no podíamos repetir lo que había acá antes del 66, eso hubiera sido un error: en los años 80 había cambiado la química, por lo que habría sido absurdo tratar de repetir lo mismo, si bien fue nuestra base.

– Fue dura también la situación con el Conicet durante el menemismo, ¿verdad?

– Así es, principalmente durante los primeros años, cuando estaba al frente Raúl Matera. Eso generó una situación por la cual ante Conicet no hicimos ningún pedido hasta que cambió la situación y nos empezamos a acercar. Unos años después, la Facultad consiguió que la UBA aceptara al instituto. Y después de un tiempo, peleándola y mostrando lo que se producía, conseguimos entrar como unidad ejecutora del Conicet.

– ¿Repetiría el recorrido que eligió para llegar a la actualidad del Instituto?

– En base a la realidad de aquel momento, yo no sé si hubiera podido empezar de otra manera, era más una cuestión de voluntarismo. Y yo no creo en el voluntarismo eterno, creo que en el voluntarismo durante un momento, pero tiene que terminar. Y terminó en el 88, cuando comenzamos a visualizar la posibilidad de que la cosa arrancara. Dado el estado inicial, te lo digo como termodinámico, el proceso tenía que ser parecido a este. Ante la misma situación, repetiría lo mismo, porque no había otra salida.

– La experiencia fue positiva.

– Yo a nadie le aconsejaría empezar desde donde empezamos nosotros pero, de todas maneras, la experiencia fue muy positiva. Tuvimos una etapa de seis u ocho años donde se repetía, modernosamente, pero con instrumentos viejos, lo que habíamos aprendido en años anteriores, que lo estábamos empujando hacia adelante. Después hubo un cambio muy importante cuando entró equipamiento.

– ¿El esfuerzo que usted imprimió frente a las desavenencias está marcado por su experiencia en la universidad de la llamada “época de oro”?

– Totalmente. Yo siento que parte de mi vida fue la Manzana de las Luces. Mi hijo me pregunta por qué volví acá y yo le digo que la verdad es que no imagino otra cosa, pero no es por falta de imaginación, es que para mí, no sé… los años de estudiante, esa alegría, las luchas. Incluso con las dificultades que se empezaban a mostrar a en esa época, es una cosa que uno lleva metido adentro. Para mí, volver fue la posibilidad de volver a tener algo que sirviera para formarnos como nos formamos nosotros. Ojo, no volver atrás, sino ir para adelante, pero mantener la idea de excelencia de aquella época.

– Usted se fue a Chile después de la Noche de los Bastones Largos. Volvió de los Estados Unidos en el 71 y fue corrido de la universidad por el tristemente célebre interventor Alberto Ottalagano. ¿Su regreso fue sin ningún resentimiento?

– En absoluto tuve resentimiento con la Universidad. Fue siempre duro. Nunca fue fácil, pero al menos esta vez pude concluir una etapa, incluso pude jubilarme. Eso ya es un logro: no tuve que irme. Y creo que el proyecto que desarrollamos ya se encuentra completamente instalado.

Fuente: El Cable Nro. 691

Armando Doria