Daniel Goldstein.

Recuerdo del maestro

Finalizado el acto formal del 31 de agosto, donde se descubrió una placa en homenaje a Daniel Goldstein, discípulos y colegas se convocaron en el aula 6 del Pabellón 2 para recordarlo a través de anécdotas y vivencias compartidas. Como continuidad de ese encuentro, el Cable reunió algunos testimonios que dan cuenta del perfil del impulsor de materias centrales para la renovación de la carrera de Ciencias Biológicas.

13 de septiembre de 2017

Antonia Marin-Burguin / Investigadora CONICET, IBioBA-MPSP

Un increíble maestro, sin duda mi carrera y la de más de 10 camadas de biólogos no sería la misma sin su enorme influencia. Tuve la gran suerte de encontrar a Daniel muy temprano en la carrera, en primer año. Íbamos con un grupito de unos 20 alumnos los sábados a la mañana a un curso que dictaba ese año 1989. ¡Desde la primera clase quedamos en shock! Algo tremendamente original, un viaje de un par de horas por la biología metida en la historia de la humanidad, pero siempre mostrándonos los experimentos que llevaron a entender hasta el más mínimo mecanismo biológico. Nos llenaba de pasión por la investigación, por pensar en problemas importantes que enfrentaban las ciencias. Por supuesto, después de tremenda experiencia intenté no perderme a este increíble personaje y entonces apenas se creó la materia Introducción a la Fisiología Molecular (IFM) la cursé y luego fui ayudante de su materia por muchos años. En esos años aprendí creo que casi todo lo que sé de biología, junto con un grupo muy lindo de ayudantes con los que prácticamente formamos una familia con Daniel. Una persona irreemplazable sin duda, único.


Guadalupe Nogués / Bióloga, docente

Daniel Goldstein fue investigador, docente en la carrera de Biología, divulgador de la ciencia y muchas cosas más. También fue un tipo muy apasionado, comprometido con aquello en lo que creía con convicción, y una persona sumamente difícil que no dudaba en pelearse con quien fuere y quemar naves. En su faceta de docente, a mí me marcó mucho. Nos desafiaba permanentemente por medio de problemas complejos y, a la vez, nos hacía sentir que éramos capaces de resolverlos. Su visión sobre qué es la ciencia –mucho más una actividad en permanente remodelación y sujeta a influencias e intereses externos, que una serie de conocimientos ya asentados– permeaba hacia la manera en la que la enseñaba y se formaba un todo muy coherente. Con él aprendí muchísimo y a muchos niveles. Pero no sólo eso. Con él descubrí también mi amor por la docencia y no sólo por la ciencia.


Patricia Saragüeta / Investigadora y Docente DFBMC, CONICET – Exactas UBA

Voy a hablar de lo que recuerdo. Sin pretensión de objetividad alguna. Con la confusión propia que nos caracterizaba a los jóvenes que nos acercábamos seducidos por su discurso. Lo más hermoso de Daniel Jaime Goldstein era su audacia, su entusiasmo. Esa mala-educación erudita que le permitió refundar la carrera de biología en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, después de la dictadura, a partir del gobierno de Raúl Alfonsín.

Venía de Estados Unidos con ideas de una ciencia de excelencia.

Hablábamos de experimentos e ideas nuevas, ruptura clandestina surgida en el comedor de su departamento en la calle Paraguay. Ahí nos reuníamos y ahí organizaba las “performances” que en los años 80 y 90 resultaban sus clases, las daba en esta misma aula que hoy recibirá una placa en su recuerdo.

Compraba en el Once, un rollo entero de plástico transparente, de los grandes, esos con los que se cubrían los manteles, lo recortaba en cuadraditos pequeños para hacer las “transparencias” donde dibujaba con marcadores de colores los experimentos que mostraban como se había llegado a los conceptos de lo que él llamaba CMP/G (“Classical Macroscopic Physiology and Genetics”), experimentos de fisiología en los que casi siempre había trabajado. La transparencia inmediatamente posterior se encargaba de demostrarnos las limitaciones argumentales en el conocimiento establecido de las causas. De esa tensión de azoro e incomprensión, violenta, como un shock térmico extremo, estaban hechos todos sus cuentos. Cuentos biológicos, políticos, humanos. Cuentos de amor, como las historias entre los que formaban el grupo de Bloomsbury. Me regaló muchos libros que aún uso con los alumnos de esta casa, entre ellos ‘The Principles of Mathematics” de Bertrand Russell, ‘The Lac operon” de Benno Müler-Hill , “Growth and Form” de D’Ardy Thompson. Antes que aparecieran en ningún otro círculo científico local, a fines de los 80, Daniel nos introdujo a lo que hoy son la Biología de Sistemas, las Neurociencias, la Genómica Estructural.

Viajaba en colectivo. Se devoraba el Nature de la semana.

Arrancaba a mano los artículos con los que ya se iba apasionando para contar a sus alumnos en la próxima clase. Pensaba con el cuerpo, desgarbado y torpe como un clown de posguerra, así, como a un niño lo recuerdo. Dibujando detalladamente los fantasmas de su hermosa cabeza pelada.

El entusiasmo que siempre nos contagió llevaba oculto una contracara de miedo, el avance de la derecha en estos tiempos que corren me hace pensar que aquellos temores no eran infundados. Ojalá que este homenaje, con esta placa en su nombre, nos ponga en estado de alerta para que no se repitan aquellos días en que lo expulsaron, a él y a Cora Sadosky del país, con muchos de nuestros colegas, padres y madres de la ciencia argentina a los que hoy homenajeamos junto con él.


Alejandro Nadra / Profesor Adjunto e Investigador DFBMC, CONICET – Exactas UBA

Daniel tuvo una influencia muy profunda en la carrera de biología y en camadas de biólogos que nos formamos en esa etapa. En su materia leí más libros y papers que en ninguna otra. Más de lo que me daba el tiempo. Más de lo que podía entender. Al pasar los años y avanzar en la carrera, iba reconociendo temas y experimentos que él nos había enseñado en sus clases. Me quedó la sensación de que en IFM había aprendido todo lo verdaderamente importante de la biología (que, obviamente, no puede ser, ¿no?). Esa es la pasión con la que ensañaba y la que nos acompañó a muchos a lo largo de la carrera.

Nos hizo creer que estudiantes de primer año podían pensar experimentos y leer papers en temas de punta. Es más, nos hizo creer que podíamos criticar esos papers. Y lo hicimos.

Daniel te invitaba a inventarte alas para volar. Y volar alto. Otros docentes se esforzaban por bajarnos de un hondazo o de enjaular nuestro entusiasmo (me acuerdo un docente corrigiéndome un dibujo: «Vos no estás viendo eso, estás viendo ESTO» o de otros invitándonos a buscar bibliografía pero que tuviera al menos cinco años de antigüedad), al menos por un rato.

Se enfrentaba gustosamente al desafío de enseñar temas complicadísimos a estudiantes de primer año, con la dificultad extra de que, además, tenía estudiantes de todos los otros años y auxiliares que habían sido sus estudiantes el año anterior, o que eran estudiantes de medicina. De esa mezcla surgirían vínculos, aprendizajes, puntos de vista y discusiones que no se daban en otros ámbitos. Y no eras solo un alumno. Te comprometía con su materia, con un proyecto, con tu formación. Te hacía sentir que no tenías que estar doctorado o posdoctorado para pensar algo que valiera la pena. Y esa habilitación era también un mandato.


Paula Cramer / Investigadora CONICET, Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva

A pesar de que Daniel fue el primer profesor que tuve en Exactas, muy pronto resultó evidente que se trataba de un profesor fuera de serie. Parecía que todo lo que nos contaba, a razón de cientos de palabras por minuto, salía de su acerbo de conocimientos previos, como ocurre con esos deportistas talentosos que parecen hacer todo con gracia y sin esfuerzo. Pero con el tiempo me di cuenta de que él dedicaba a la preparación de sus clases un enorme tiempo y trabajo (igual que los deportistas, bah). De él me cautivó siempre la pasión con la que daba sus clases, su capacidad de motivar a sus alumnos, de habilitarnos a pensar como si ya fuéramos científicos. Nos fue contando la ciencia a través de los experimentos históricos, humanizándola por la constante mención a las personas involucradas (los científicos y científicas) en su contexto social y político. Me quedaron las metáforas con las que ilustraba conceptos difíciles, los propios conceptos, los experimentos históricos, las anécdotas, los nombres de los científicos, las ganas por la ciencia. Pero sobre todo me quedó el ejemplo de lo que él hacía para transmitir a los estudiantes lo que es pensar como un científico. Y es lo que intento hacer cada día en mi trabajo.


Alberto Díaz / Biotecnólogo

Lo conocí a fines de los 60 en el Instituto de Investigaciones Médicas (IIM). Él y Katia Fischer volvían de París y se integraron al laboratorio de los investigadores (médicos) Víctor Nahmod y Samuel  Finkielman. Los llamaban en el IIM  “los invasores” porque debido a que su laboratorio era de dos ambientes (sin baño ni cocina) con los equipos básicos necesarios, debían recurrir a los otros muy bien equipados laboratorios del Instituto. Pero los cuatro volaban en ideas, preguntas e ideas,  Daniel y Víctor volaban en propuestas, actividades, etc. Su tema muy general era el de las bases moleculares de la hipertensión y la neurohipertensión. El grupo publicó en las más importantes revistas internacionales sobre estos temas y, una clásica expresión de Daniel cuando con mi formación dura de Exactas le decía que hacía falta repetir dos o tres veces un experimento, me respondía “Qué eso lo haga R” (se refería a un nombre consagrado de la investigación médica que competía en el tema).

Daniel, con su vitalidad y personalidad especial, educó a los médicos e investigadores del IIM en biología molecular y la impulsó fuertemente,  sobre todo, a través de un curso que hizo para médicos. Es cierto que éste, bajo el impulso de Alfredo Lanari y su grupo de clínica médica, era un instituto especial: existía, entre otras cosas,  una íntima relación entre el laboratorio y “la cama del enfermo”. También fue notable “la escuelita de medicina” que mantuvo durante tres o cuatro años: una exitosa experiencia educativa como facultad de medicina.

Otro de los temas que lo apasionaban y así lo transmitía, era el de las estructuras de las macromoléculas; en especial de las proteínas, anticuerpos. En varias de sus clases/conferencias, solía remarcar qué pasaría cuando se supiera el “código” del plegamiento de las proteínas a partir de la secuencia primaria de las mismas: “ Viejito, es así: cuando esto se sepa está todo hecho ¡!!!”

Me integré al grupo de “los invasores” a fines de 1969 y eso me llevó a relacionarme con Daniel. Estudié con él. Bueno, en realidad, el me enseñaba a leer y discutir el “Molecular biology of  the gene” de  J. Watson en su casa y también leíamos papers relacionados. En los “descansos”, charlábamos a veces con su esposa y suegros (¡los Sadosky!! sobre ciencia, sociedad, política, cine, etc. Y por esa orientación que logró Daniel, me fui con beca de postgrado de Conicet a París para estudiar la regulación de la transcripción genética en bacterias. Pero esta parte de Daniel creo es más conocida todos.

Lo que tal vez no se conozca tanto fue su actividad periodística y política y en los temas que hoy llamaríamos de CTS, Ciencia, Tecnología y Sociedad. Siempre estuvo muy preocupado por los usos de la ciencia en la guerra o represiones, sus artículos en la revista “Ciencia Nueva” son remarcables sobre esto, especialmente los que dedicó a la guerra química en Vietnam. Además difundió y escribió en “Science for the people”, donde J. Beckwith era uno de los principales escritores. Fue uno de los fundadores y de los principales escritores de la casi mítica Ciencia Nueva: estuvo desde el comienzo al lado del director y creador de la misma, Ricardo Ferraro.

Pero sus compromisos y actividades no solo eran en la escritura. Ayudó a varios militantes políticos argentinos (estoy hablando de fines de los 60 a comienzos 70) que tenían problemas de salud o necesidad de atención y los llevaba al IIM. Lo mismo que hacía cuando, por ejemplo, en una de sus vacaciones en Miramar en casa de los Sadosky encontraba a una persona con una enfermedad especial: la llevaba al IIM, la ayudaba,  hacía investigación clínica, pero sobre todo solucionaba un problema de salud y social.

Escribió en el casi mítico periódico de la “CGT de Los Argentinos” en esa década, no cualquiera lo hacía, porque había que correr riesgo y tener capacidad para hacerlo.

Después pasaron muchos años de exilio. Ya regresado al país lo reencontré ya en la biotecnología. Su libro “Biotecnología, universidad y política” de 1989, publicado por Siglo XXI, es no sólo pionero en un análisis y mirada desde el Sur (especialmente desde Argentina) sino que por lo que planteaba debe ser releído y tenerlo como base para elaborar políticas públicas: Para desarrollar el sector industrial pero incorporando los resultados de nuestro sector académico. Debería ser reeditado y  pasar a ser bibliografía obligada  en nuestras universidades, sobre todo en cursos de posgrado. El  prólogo que escribió es parte de una política en CyT para biología y ciencias de la vida en general. Como todo en él, es un texto muy crítico de copias mecánicas y, por ejemplo, recuerda que “A setenta años de la Reforma Universitaria de Córdoba, nuestra realidad indica que el Manifiesto Laminar sigue vigente”. Describía muy bien la relación ciencia, economía y negocios; el rol de las patentes, etc.

También fue un avanzado “periodista científico” en el suplemento Futuro de Página 12. Recuerdo el título de uno de sus apasionados artículo: “Los empresarios del ADN”. Otro que recuerdo fue sobre la enfermedad de Huntigton: la búsqueda del gen, la importancia de las fundaciones (hoy ONG), impactó no solo en esa enfermedad sino para entender otras neurodegenerativas, ¡casi 30 años atrás!

Era tan brillante y rápido en sus ideas que era difícil a veces seguirlo y eso lo transformaba en una persona vehemente, no siempre fácilmente aceptado. Entre esas cosas brillantes, tenía una gran facilidad para relacionar resultados de investigación con aplicaciones en la industria. Recuerdo una exposición que hizo en alguna de las tantas conferencias y seminarios que organizaba el más calmo que Daniel, pero infatigable Ricardo Ferraro para tratar de tener ciencia aplicada e industria innovadora. Esta que recuerdo, fue sobre la maduración de las células vegetales, las hormonas o moléculas que intervienen, sus metabolismos y la producción de etileno. Con sus características expresiones concluía: “Y se acaba la industria petroquímica…”. Vale la pena recordar que la biotecnología vegetal estaba en sus pañales en esos años, sobre todo en el país. La primera semilla transgénica aprobada en el país que comenzó a mover todo el sector empresarial-científica y política, fue en 1996.

Lo vi por última vez unos años antes de su fallecimiento, ya estaba enfermo, en un video de versión digital de Ciencia Nueva, que nuevamente Ferraro llevaba adelante.

Con su a veces complicada  personalidad (expuso varias veces que lo que hacíamos en Argentina era pseudo biotecnología y no biotecnología y había que saberlo interpretar o entender) marcó una época en la educación, la ciencia, la política con su gran capacidad, rapidez y honestidad intelectual. Lo extrañamos mucho y necesitamos.


Diego Ferreiro / Profesor Adjunto e Investigador DQB, CONICET – Exactas UBA

Entre las muchas enseñanzas que el doctor Goldstein me compartió, destaco hoy la capacidad de poner en evidencia el uso de las metáforas en biología, las formas sociales en las que se esconden, la peligrosa necesidad de las mismas. El constante reconocer que los modelos científicos son precisamente eso, modelos –más o menos apropiados según el contexto– y estar siempre dispuesto a abandonarlos sin piedad cuando sea necesario.


Federico Geller / Biólogo

Un viernes a la noche de 1989, un par de meses antes que naciese Santiago Maldonado, estaba en casa de Antonia Marín. Sus padres, Lito y Cristina, nos comentaron que se habían encontrado con Noé Jitrik y Tununa Mercado, parte de nuestra comunidad de exiliados en México y retornados hacía pocos años a la Argentina. Cuando les contaron que estábamos comenzando la carrera de biología, Tununa y Noé les pasaron el dato de que su amigo Daniel Goldstein había llegado de Washington y estaba por empezar a dar clases en la facultad los sábados por la mañana. Insistieron en que «no nos lo podíamos perder». Nos llamaba la atención no habernos enterado en la facultad.

La idea de ir un sábado temprano a Ciudad Universitaria no era muy tentadora, pero Antonia estaba muy decidida y tuve que sumarme. En ese momento cursábamos Introducción a la Biología Molecular y Celular y Química Inorgánica, materia que después nos enteraríamos que fue fundada por Daniel. Pese a mi interés inmediato en los teóricos que daba Alberto Kornblihtt, a mi enganche con el libro Biología Molecular de la Célula de Alberts et al. y a la Agrupación Estudiantil Independiente (AEI) a la que Antonia y yo rápidamente nos sumamos, tenía grandes dudas sobre si seguir en la carrera o seguir algo más vinculado a lo social o al arte.

Ese primer sábado gris y frío, en una pequeña aula de planta baja, eramos menos de 20 estudiantes, lo que contrastaba con los cerca de 300 que asistían a los teóricos de IBMyC. Y fue entonces que apareció Daniel y se desplegó con todo, armado con una tiza, sus conocimientos y su determinación moral. Prácticamente no recurría al borrador y los dibujos y los nombres, después de un rato, tenían que achicarse buscando los pocos espacios que iban quedando disponibles en el pizarrón, armando recorridos no lineales que unían nombres como Salvatore Luria, Max Delbruck, JD Bernal con dibujos rápidos de moléculas, operones lac o fagos lambda y lugares como Cold Spring Harbour, el laboratorio de cristalografía de Cambridge o el laboratorio de Jacob & Monod en el Instituto Pasteur. La biología molecular adquiría súbitamente densidad histórica y la épica de una aventura intelectual protagonizada por refugiados antifascistas, que incluían en lugar prominente a físicos asqueados con el uso de sus conocimientos en la construcción de la bomba atómica. Las investigaciones en las arvejas de Gregor Mendel estaban ligadas a la  preocupación de los militares austrohúngaros por vestir a sus tropas y la genialidad de Mendel fue elegir un modelo acorde a los tiempos y posibilidades experimentales. Cada frase de Daniel era un martillazo, pero de vez en cuando bajaba mucho la voz, generando suspenso para el próximo golpe. Recuerdo que en esa primera clase nos habló de la anemia falciforme, comenzando por el relato del transporte de tropas en la Segunda Guerra Mundial en aviones cuyas cabinas no estaban presurizadas. El hecho nada trivial era que buena parte de los soldados de origen africano se desmayaban o sufrían grandes malestares. La explicación era que sufrían de anemia falciforme, una dolencia que se caracteriza por la presencia de glóbulos rojos en forma de hoz (falci), debido a una mutación puntual en la hemoglobina que provoca su polimerización. Los glóbulos rojos son deformados desde el interior y su actividad se ve reducida drásticamente en situaciones de mucha demanda de oxígeno como en altitudes pronunciadas (eso, agrego, podría ayudar a explicar el soroche: el malestar de las tropas que cruzaron con San Martín la cordillera de Los Andes, que eran en un 50% negras o mulatas, o el éxodo de los esclavos africanos de las minas del Potosí a la región del Beni, una vez que fueron liberados). Lo notable es que el plasmodio que produce la malaria no puede digerir la hemoglobina polimerizada, por lo que los portadores de la anemia falciforme, heterocigotos, resisten mejor a la enfermedad tropical. Eso explicaría la coincidencia en la distribución geográfica de la malaria y de la anemia falciforme. Esa historia, Historia Natural y Social, se me grabó y por eso hice las filminas sobre el tema para el homenaje que le hicimos a DJG el 31.

En esa primera clase estábamos felizmente impactados: es un gusto recordar ese momento, como una toma de conciencia y una apertura de horizontes. La certeza de que existía un vasto territorio de conocimiento donde lo biológico y lo histórico se superponían como los mapas en las filminas. Nos acercamos camino al bar de la facu en el intervalo para presentarnos y ya resultaba claro que iba a establecerse una relación duradera. Casi 10 años después, cenando en un restaurant cercano al departamento de la calle Paraguay, Daniel me contó que Noé y Tununa le habían avisado que íbamos a hacernos presentes en esa clase y que decidió poner toda la carne en el asador.

Un hecho no menor que nos atrajo inmediatamente era su disposición a criticar la facultad abiertamente. Quienes proveníamos de una cultura antifascista no necesitábamos ver esvásticas o a Benito Mussolini en un balcón para sentir un malestar con la normalidad de una facultad en la que después de tantas desapariciones, persecuciones y exilios, los concursos truchos de la dictadura seguían vigentes. Una cosa era exigir comportamientos heroicos durante el terror de una dictadura y otra mucho más razonable era convocar a anular sus efectos cuando la amenaza ya se había disipado. Para quienes se aferraban a sus puestos en forma acrítica, las invectivas de Daniel eran molestas, pero no tanto como el hecho que tuvieran eco en un grupo de estudiantes activos. Y de ahí las murmuraciones de pasillo, los boicots burocráticos, las estigmatizaciones propias de la «banalidad del mal» que no son tan difíciles de reconocer y entender hoy, bajo el clima cultural del macrismo. Pese a todo y gracias al deseo de conocimiento y sentido de una banda de estudiantes que bancamos a Daniel, fue posible construir la experiencia transformadora de Introducción a la Fisiología Molecular, o talleres como el de Problemas Abiertos de Neurobiología, en paralelo y en sinergia con otras iniciativas democratizadoras de la facultad.

Daniel era sin duda y afortunadamente conflictivo. Podía ser brutal y también muy tierno. Los que lo queríamos sentíamos que teníamos que cuidarlo y que tanto nosotros como otros se beneficiaban por ello. Nuestra gratitud es enorme, porque fue muy generoso con nosotros, con su conocimiento y, last but not least, con su pasión por la especie humana.

Armando Doria