“Dios ama a los calamares”

En el marco de la I Reunión de Biología Evolutiva del Cono Sur, que se realizó en la Facultad en la semana del 23 de noviembre, el destacado biólogo español Francisco J. Ayala recibió el diploma de doctor Honoris Causa de la UBA, de manos del decano, Jorge Aliaga. Luego ofreció una conferencia sobre el diseño inteligente.

3 de diciembre de 2009

Luego de recibir el diploma de doctor Honoris Causa, el doctor Francisco Ayala brindó una conferencia en la que argumentó en contra del diseño inteligente, corriente pseudocientífica según la cual la complejidad de la vida en la Tierra, y del Universo en general, es el resultado de la acción deliberada de un agente inteligente.

Ayala es profesor del Departamento de Ecología y Biología Evolutiva de la Universidad de California en Irvine, Estados Unidos, país donde reside desde 1961, cuando llegó con el fin de trabajar en evolución, tras haber finalizado sus estudios de filosofía y teología. Este físico, genetista, ex sacerdote dominico y ex asesor de Clinton, es reconocido en el ámbito de la biología evolucionista, y con sus libros se formaron varias generaciones de biólogos. Es valorado por sus investigaciones sobre el reloj molecular, técnica que permite datar la divergencia entre las especies.

El científico español inició su exposición con una imagen del Guernica de Pablo Picasso, una obra que tuvo el claro propósito de denunciar la brutalidad de la guerra y transmitir ese mensaje a la historia. Del mismo modo, un reloj o un auto son diseñados con una finalidad específica.

No sucede lo mismo, sin embargo, con los hechos de la naturaleza, a los que sólo en apariencia se les puede atribuir un propósito. Un ejemplo son las alas multicolores de las mariposas, que pueden lucir números o letras del alfabeto.

“Podemos utilizar esas letras para escribir palabras en castellano, y los dígitos para hacer cálculos, pero ése no es el propósito de las alas de las mariposas”, afirmó Ayala. Del mismo modo, podemos usar un río para navegar, y las montañas para esquiar, pero ni el río ni la montaña fueron diseñados con ese fin, sino que son el resultado de un proceso natural. “Le debemos a Darwin ese descubrimiento tan importante para la ciencia”, subrayó el especialista.

La revolución darwiniana

Así como la revolución copernicana sacó a la Tierra del centro del universo, la revolución darwiniana consiguió correr al hombre de su lugar central, alrededor del cual se suponía que se habían creado todos los demás seres vivos; y convirtió a nuestra especie en una más.

“Esta narrativa de la historia de las ideas no dice lo más importante”, señaló Ayala. La revolución científica que tuvo lugar en los siglos XVI y XVII demostró que el mundo está gobernado por leyes naturales, que son universales. “Pero esas leyes habían dejado afuera a los organismos, por una razón formulada por teólogos y filósofos a través de los siglos, y es que los organismos parecían haber sido diseñados para llevar a cabo ciertos propósitos”, completó.

La formulación más detallada de ese argumento la realizó en 1812 el teólogo anglicano William Paley en su obra Teología natural, donde sostuvo que los organismos y sus partes están diseñados, y que sólo un Dios creador del universo pudo haber creado ese diseño.

En ese libro, Paley desarrolla la analogía del relojero: si tropezamos con un reloj abandonado, la compleja configuración de sus partes llevaría a concluir que todas las piezas fueron diseñadas para un mismo objetivo y que alguna inteligencia superior debió hacerlo. De la misma manera, el ojo tiene sus partes (córnea, retina, nervio óptico) ensambladas de modo preciso que parecen el resultado de un diseño cuidadoso.

Este argumento se consideraba irrefutable. Fue el gran genio de Darwin el que demostró que los organismos y sus partes son consecuencia de un proceso natural: la selección natural.

El origen de las especies es un libro sobre la selección natural”, sostuvo Ayala, y remarcó: “La evolución no es otra cosa que la evidencia de la selección natural”. En el siglo XIX muchos biólogos aceptaban la idea de evolución. Pero Darwin planteó que la evolución tenía que haber ocurrido de una manera en particular, muy distinta de cómo se interpretaba en aquella época.

En ese entonces, la evolución se percibía como un progreso continuo en que un organismo se convertía en otro, en forma gradual e incesante. Pero Darwin pensó que tenía que ocurrir de otra manera. Algunas partes cambiaban en un momento dado, y otras no. Algunos organismos pueden no evolucionar. De hecho, el nautilus, un caracol de alta mar, durante millones de años no ha cambiado. Los organismos cambian en respuesta al ambiente, y el proceso puede ser diferente según el caso.

“Al poco tiempo de volver a Londres de su viaje a través del mundo, Darwin ya tiene la idea de la selección natural. Comprende que ha hecho un descubrimiento importante y de ahí en adelante se refiere siempre a la selección natural como ‘mi teoría’. Nunca llama teoría a la evolución. Tiene conciencia de que la selección natural puede explicar lo que la revolución copernicana no había podido explicar: las adaptaciones de los organismos”, sostuvo Ayala.

Los contemporáneos de Darwin decían que, si hay cambios o transiciones entre las especies, debían encontrarse los eslabones perdidos, es decir, los organismos que representan una transición entre un grupo y otro.

“Si pensamos en la transición entre dinosaurios y aves, se ve, por ejemplo, en la arqueópterix (el género de aves más primitivas que se conocen), que algunas partes de su cuerpo pertenecen a las aves, pero otras, claramente, a los dinosaurios”, señaló.

El eslabón perdido que más preocupaba a los contemporáneos de Darwin era el intermedio entre los antepasados de chimpancés y humanos. Cuando Darwin murió no se conocía ningún homínido. Pero en 1889, siete años después de su muerte, un médico holandés, mientras trabajaba en la isla de Java, descubrió un fósil al que llamó Pitecanthropus erectus. Ese esqueleto fósil ya evidenciaba una postura erguida y mostraba que era un antepasado humano. En 1974 se encontró el esqueleto de una mujer joven, que se llamó Lucy, y fue el más completo hallado hasta ese momento.

A través de la anatomía comparada, Darwin mostró que el brazo humano, la pata delantera de un perro, la aleta de una ballena y el ala de un pájaro poseen estructuras parecidas pero son empleadas con fines diferentes. Con estos hechos, demostró que estos animales tenían un antepasado común.

La evidencia molecular

“La evidencia más contundente la da la biología molecular, disciplina que se desarrolla luego de 1953 cuando se descubre la estructura del ADN”, indicó Ayala, y aprovechó para mostrar la doble hélice estampada en su corbata, creada por un diseñador de Armani, padre de una alumna suya.

“El ADN tiene un registro histórico de todos los organismos que han existido anteriormente, y nos permite reconstruir la historia de la evolución”, subrayó.

El primer ejemplo importante del uso de esta tecnología se realizó en 1967 a través del análisis de una proteína que cumple una función vital en el transporte de energía química en todas las células vivas, el citocromo c. Esta proteína está formada por 104 aminoácidos, que se disponen en el mismo orden en todos los seres vivos. Entre los chimpancés y los humanos hay una diferencia en un solo aminoácido. En el caballo, hay 11 aminoácidos diferentes, y a medida que se desciende en la escala, la diferencia es mayor.

Los investigadores que realizaron ese trabajo, que tuvo un gran impacto, obtuvieron la secuencia de aminoácidos de veinte especies y reconstruyeron una matriz que muestra las diferencias en las secuencias. Con esa información se obtiene un árbol filogenético, que indica cómo de un antepasado común surgen las diversas ramas que llevan a levaduras, a los insectos, a los chimpancés y al hombre.

Ayala recalcó: “La biología molecular brinda precisión: se pueden contar las diferencias en los genes. En segundo lugar, universalidad: se pueden comparar levaduras con humanos, no hay otra forma de poder comparar organismos tan diferentes. Y finalmente no hay límite teórico ni práctico al número de genes que se pueden estudiar”.

El año 1994 se introdujo la idea del “diseño inteligente”. El único científico que la sostiene y la ha difundido a través de un libro es Michael Behe, un bioquímico estadounidense para quien las partes, en la naturaleza, están organizadas de manera tan precisa que no pueden haber surgido en forma natural.

La diferencia entre William Paley y Behe es que este último conoce la teoría de la selección natural, y considera que ella no puede explicar ciertos casos que él llama “irreductiblemente complejos”, porque no se podrían producir por modificaciones sucesivas a partir de un precursor.

El ojo de los calamares

Los argumentos que permiten refutar la idea del diseño inteligente son innumerables. Ayala eligió uno, el ojo humano, cuya complejidad podría hacer pensar en una cierta perfección. Lo interesante es que, para estudiar la evolución del ojo humano, no hay que buscar fósiles, se puede estudiar en los moluscos, que son organismos mucho más diversos que los vertebrados y mucho más antiguos.

Existen unos moluscos muy pequeños, que viven en las rocas intermareales, que poseen unos sensores ópticos muy elementales que les indican, por la presencia o ausencia de luz, si la marea está alta o baja, algo fundamental para la supervivencia. Se puede comparar ese ojo primitivo con los de otros moluscos, que poseen mayor complejidad.

Finalmente, Ayala se detuvo en el ojo del pulpo y el calamar, más parecido al nuestro. Pero tienen un detalle curioso: el nervio óptico se forma fuera del ojo y llega al cerebro sin cruzar la retina. En el caso de los vertebrados, las fibras nerviosas se forman por la parte de adentro de la retina, y por lo tanto el nervio óptico tiene que cruzarla para llegar al cerebro. Esto hace que nosotros tengamos un punto ciego, que carece de células sensibles a la luz.

“De acuerdo con Behe, tendríamos que decir que Dios ama mucho más a los pulpos y a los calamares que a los humanos, pues ellos no tienen el punto ciego”, remarcó Ayala.

Y concluyó: “Es verdad que el ojo fue diseñado para ver y la mano para agarrar, pero ese diseño es el resultado de un proceso natural, la selección natural”.

Fuente: El Cable Nro. 735

Susana Gallardo